La respuesta de la Cristiandad fue contradictoria. Por un lado la intolerancia hacia los no católicos, como lo expresa el reforzamiento de la Inquisición; pero en el seno de la propia iglesia, surgieron también corrientes humanistas que buscaban comprender la alteralidad de esos nuevos mundos. Alfonso Alfaro describe cómo la familia que entonces se llamaba a sí misma la Cristiandad, cuya confrontación con el Islam había permitido delimitar sus fronteras y consolidado su identidad definitiva, también se cimbró con la apertura y ensanchamiento del mundo conocido.
Ahora, al navegar mares verdaderamente redondos y adentrarse en tierras insospechadas, su conciencia dio un vuelco. No sólo era necesario replantear la cosmología y la cartografía, sino que era preciso recomponer la imagen de las especies vegetales y animales. Y volver a interrogarse sobre la naturaleza y el destino de los humanos.
¿Qué significaba en terminos de los planes divinos (en el sentido de la historia) la existencia de pueblos que se habían desarrollado al margen tanto de la estírpe abrahamica como del paganismo clásico? ¿Qué contornos debería poseer la nueva familia de los creyentes? ¿Era necesario para incorporarse a ella adoptar los modales culturales europeos: era preciso aprender a hablar con Dios en latín o en portugués para recibir la salvación ofrecida por el Evangelio? ¿Estaban los neófitos obligados a hacer tabla rasa de la propia memoria, renunciar a toda filiación, arrojar por la borda todos los valores que habían inspirado a sus amados ancestros desconocedores de la plena revelación?
La tarea misionera fue monumental, propia de gigantes como señala Dunne, dispuestos a enfrentar nuevos horizontes y descifrar signos desconocidos, separando lo humano de lo que pudiera estar contaminado por lo diabólico.
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Alfonso Alfaro, Hombres paradójcos: la experiencia de alteridad. en Artes de México. Misiones Jesuitas, Número 65, pp. 8-27.
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