El nombramiento de Garcia Hurtado de Mendoza como octavo Virrey del Perú, Gobernador y Capitán General en 1588 fue tomado por los comerciantes de Sevilla como un signo de esperanza de que establecería un control sobre las transacciones de plata americana y mercancias asiaticas que comenzaban a desordenar la economia española. Tales esperanzas, compartidas por la propia Corona, se fundaban en que el joven virrey tenia experiencia previa en America.
Sin embargo, los planes del nuevo Virrey eran completamente diferentes, pues el mismo año de su llegada a Perú fraguó un ambicioso negocio para enviar un navío a China, utilizando dinero de la Corona, para adquirir productos asiáticos. En efecto, su estancia previa en América y sus conexiones en Europa, Asia y el nuevo continente lo hacían aparecer como un eficiente representante del Imperio. Sin embargo, su experiencia y recursos fueron utilizados para maquinar una acción que parecía impecable únicamente a los ojos del nuevo gobernante. Proponía el arribo de tres o cuatro navíos anuales desde China a Perú, a los que se les cobraría almojarifazgo, impuesto aduanero que hoy se conoce como arancel, que podría ayudar a costear los gastos de la administración imperial en el remoto reino del Perú.
En España, la decisión del Virrey fue mal vista tanto por la Corona como por los comerciantes de Sevilla. En México se observó con recelo la posibilidad de que Perú iniciara el comercio directo con Asia y en Oriente se generó un ambiente de duda sobre el manejo poco transparente de enormes sumas de dinero peruano.
La coartada era demasiado parecida a la que utilizó el gobernador de Filipinas Gonzalo de Ronquillo pocos años antes, contraviniendo la prohibición del comercio entre las islas y Perú. En noviembre de 1590 firmó un asiento, contrato, con algunos funcionarios reales, comerciantes peruanos y testaferros a modo, para adquirir artillería y metal de cobre en Asia... además de mercaderías chinas necesarias para habilitar su casa. Informó a la Corona hasta el 28 de diciembre de 1590, cuando ya había zarpado la nave, con una cuantiosa cantidad de plata peruana que sobrepasaba con mucho las aludidas necesidades de cobre y artillería.
El contrato firmado con sus socios protegía el negocio de la importación de productos asiáticos hasta el punto de que no sería permitido registrar las mercancías que llegaran a Perú. De esta forma, los impuestos a la importación se cobraría sin conocer el valor y volumen de la carga, y serían deducidos de los gastos por la importación de artillería y cobre. Negocio redondo en manos del mismo administrador virreinal.
Para completar el cuadro, maniobró para que el navío llevara a dos jesuítas, un padre Leandro Felipe y un hermano Gonzalo de Belmonte, para que acompañaran espiritualmente a la tripulación. Ambos serían sin embargo piezas fundamentales en los resultados del desventurado viaje.
Fernando Iwasaki Cauti, quien describe con todo detalle los preparativos y resultados de esta empresa, cuenta así el desarrollo del asunto:
La nave debió arribar a Macao a mediados de 1591, donde fue embargada por las autoridades portuguesas. Esta contingencia debió ser prevista por el marqués de Cañete, ya que en esos trances quedó demostrado que Leandro Felipe no había atravesado el Pacífico solamente para dar asistencia espiritual a los mercaderes peruleros. Una carta del visitador de la Compañía (de Jesús) en el Japón, nuestro conocido Alessando Valignano, revela cuán grande era la autoridad del padre Felipe y cuán diligentes podían ser los jesuítas del Oriente con sus hermanos de Occidente.
Rastro plateado
Los tripulantes de la nave fueron detenidos y enviados a la India (primero a Yemen y luego a Goa) pero los fondos se quedaron en Macao escondidos, alrededor de cien mil ducados con los jesuítas y otros cien mil en manos de los enviados religiosos del Virrey del Perú. Rápidamente los recursos entraron a la caja de la Compañía y circularon por medio de préstamos al comercio en China y Japón. Ya hemos hablado de la gran habilidad jesuíta para incrustarse en el comercio de plata y seda en Oriente.
‟Así, las deudas y obligaciones de la orden ignaciana empezaron a pagarse con la plata peruana, y hasta algunos sacerdotes aprovecharon la ocasión para hacer sendos negocios gracias a los préstamos y los beneficios de la usura” señala Iwasaki Cauti.
Para los misioneros jesuítas, que estaban enterados de todo, desde Roma a Madrid y Lisboa, la India, México o Perú, el asunto era plenamente conocido y resultó ventajoso para aliviar problemas de caja. Todo quedó registrado cuidadosamente en largas cartas de Valignano al padre Acuquaviva. El visitador jesuíta no tenía empacho en admitir ‟haber hecho para bien de la Compañía de Japón lo que tengo hecho, aunque me llamen por ésto mercader.”
‟Hacia mediados de abril de 1597 y al cabo de siete años por parajes orientales, Leandro Felipe y Gonzalo de Belmonte iniciaron su proceloso regreso al Perú después de haber dejado un rastro plateado por China, Malaca, Yemen, Japón y la India.” Regresaron por cierto en un barco que transportaba esclavos, siguiendo la infame ruta de Calicut, Cochín y Colombo. Ellos mismos contaban con ocho esclavos negros que tenían a su servicio, algo aparentemente normal para dos misioneros cargados de plata, sedas y y especies.
Esperaron en Manila casi un año para tomar el galeón a Acapulco y después hacia El Callao.
El Marqués de Cañete recuperó su dinero varios años más tarde, por parte de Leandro Felipe. La Corona española instruyó al visitador del Perú, licenciado Bonilla, para hacer una averiguación sobre la nave, quien dejó por escrito un memorial al Rey en el que explica la mecánica para defraudar a la propia Corona. Sin embargo, no hubo castigo para el bien conectado Virrey.
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Iwasaki, Ibidem. Los negocios del marqués: plata y jesuítas del Perú. pp 181-223.
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