Sobre las disputas entre las diversas congregaciones religiosas que se movilizaban en Asia en el siglo XVI y XVII es fundamental la incursión jesuita encabezada por los padres Matteo Ricci y Michele Ruggieri, alentados por una perspectiva de muy largo alcance, producto del pensamiento antireformista de la Compañía de Jesús. Su campaña tenía como propósito la expansión religiosa, pero sin perder de vista lo que ahora llamaríamos "sustentabilidad" económica. Es decir, una asociación simbiótica con el proceso comercial colonial de los portugueses en la India y en Macao, en el sur de China.
A pesar del apoyo brindado por la corona española y portuguesa a la misión jesuita en Asia, los costos eran demasiados elevados. Boxer calcula sobre la base de los informes anuales del visitador Valigniano que el ingreso de tales donaciones no ascendía a más de 7,700 ducados cuando los gastos de la misión eran de entre 10,000 y 12,000 cruzados. En tales circunstancias, era evidente la necesidad de obtener nuevos ingresos y tal como Valigniano propuso (aunque con cierta reticencia del Rey Felipe y del Papa) era necesario solicitar la ayuda del Dios del Dinero. Los jesuítas rápidamente asumieron la personalidad comercial, incluso a gran escala. “Las prácticas comerciales iniciaron muy temprano, quizás desde 1567, pues el general de la Compañía de Jesús, Francis Borgia, escribió al provincial de Goa, en la India, que abiertamente estaba en contra de los métodos utilizados por los misioneros en Japón para financiar sus operaciones, y que esperaba ansiosamente que ellos encontrasen otra fuente de ingresos, más edificante y segura”[1].
Ciertamente encontraron una fuente más segura, pues en 1578 el padre visitador Alessandro Valigniano concluyó el contrato con la comunidad mercantil de Macao para una participación formal de los jesuítas en Japón en el comercio Macao-Nagasaki, de la siguiente forma: la carga máxima anual de hilo de seda de Macao a Japón era de 1,600 picul[2]. Este cargamento se lograba con la participación de comerciantes que contribuían con parcelas de acuerdo a sus propios medios y sobre la base de una tasación previamente acordada. Del total de los 1,600 piculs, los jesuítas contribuían con 100 piculs, y de este comercio llegaban a obtener hasta 4 000 ó 6 000 ducados al año. El acuerdo fue aprobado por el Papa Gregorio XIII, ratificado en 1582 por el virrey de la India y en 1589 por el senado de Macao. Ello sumado a las donaciones que llegaban vía Malaca, India y Europa, sumaba los 12,000 ducados de sus gastos anuales. Valigniano alguna vez comparó este comercio con el milagro de la reproducción de los peces y los panes, aunque ciertamente fue su habilidad comercial lo que hizo posible tal milagro, que en palabras de los jesuítas equivalía a sentar bases propias para la empresa evangelizadora en el continente asiático. La epopeya de Ruggieri y Ricci es haber obtenido lo que ningún otro misionero había logrado: entrar al seno del Imperio Chino, “alcanzar la luna” decían ellos mismos.
Para ello se demoraron doce años desde que establecieron en 1583 una misión permanente en Chao-Ching y cinco años más tarde, cuando Ruggiere regresó a Europa, en 1588, para abogar por la acción jesuíta en el Lejano Oriente, Ricci tomó en sus hombros la misión, soñando todavía con alcanzar algún día Pekin y ver al emperador. Su sueño se hizo realidad en 1601 al entrar a la Ciudad Prohibida en la capital china, donde estuvo hasta su muerte en 1611. Ruggiere por cierto nunca regresó a Asia y murió en Roma en 1607. Junto con China, Japón era apreciado por los jesuítas debido al refinamiento de la cultura nipona, aunque se consideraba un país poco desarrollado en términos económicos.
Durante los años de espera Ricci puso en práctica el nuevo enfoque evangelizador: hacer que el catolicismo, su filosofía y su práctica, fuera asimilable y, más aún, apetecible para la mentalidad y la forma de vida chinas. Sobre el principio de que el reclutamiento religioso debía hacerse en el vértice de la sociedad, estos misioneros aprendieron el idioma chino y copiaron costumbres como el vestido de los monjes, la barba proverbial de los filósofos confusianos y se rodearon de lujos y de sirvientes. El plato fuerte, al estilo de los mandarines[3] y escolares de la corte fue entrar al debate cortesano sobre filosofía y artes, introduciendo piano piano los conceptos cristianos. Alimentando la curiosidad de las personas importantes llevaron a China libros, mapas, pinturas, instrumentos musicales y relojes[4].
La contraparte de la empresa jesuíta en Asia era de tipo filosófico y religioso, por ejemplo, ¿cómo presentar el cristianismo a los asiáticos?. ¿De qué forma las tradiciones y prácticas chinas confusianas podrían ser asimiladas dentro del ritual católico?. Se alegaba por ejemplo que las prácticas chinas de respeto a los ancestros eran simplemente folclóricas y cívicas, como en efecto pueden ser entendidas hoy en día, y no de naturaleza religiosa. ¿Qué tan lejos debían llegar los misioneros en la mezcla de rituales nacionales, chinos y japoneses, con la litúrgia católica?. Esa misma táctica fue utilizada con extremo cuidado por las primeras incursiones jesuitas en Japón, si bien se distinguían las diferencias entre la filosofía Confucio, en China, y la religión Budista, mayoritaria en Japón. Para los jesuítas la evangelización debía ser un proceso paulatino y sutil a fin de no ofender la sensibilidad de los asiáticos [5]. Más allá del viejo dilema del fin y los medios, el asunto se refería a la enorme sorpresa, una fascinación, que provocó en los medios intelectuales europeos y americanos el encuentro con las culturas asiáticas; un cierto presagio sobre lo que en siglos posteriores se convertiría en la fascinación por las chinerías y lo exótico que proviene de ese continente. En términos actuales es un fenómeno parecido al de la globalización, al achicamiento del planeta, o como señaló Fernand Braudel a
la amplitud del mundo
que ahora conocemos, cuando el orbe nos parece más estrecho; éste era en cambio para los hombres del siglo XVI un problema monumental con el que tenían que lidiar. Por ejemplo, el espacio físico del Mediterráneo en aquella época era de por si inabarcable, y sin embargo esos mismos hombres se lanzaban a la conquista de Asia. Los viajes duraban meses y en múltiples ocasiones años, si no acababan en un naufragio o devastados por enfermedades desconocidas y aterradoras como el escorbuto. Las cartas que en Europa tardaban semanas, para llegar a Lejano Oriente duraban de uno a dos años. A pesar de ello, o quizás por la misma razón las cartas constituyen largos ensayos antropológicos y culturales que amontonan la enorme correspondencia entre el Superior de la Compañía de Jesús y Europa.
“Comprender la importancia de las distancias es percibir desde un nuevo ángulo los problemas que planteaba la gobernación de los imperios en el siglo XVI”, nos dice Braudel. Tanto el imperio de Felipe II, donde el sol nunca se ocultaba, como el Papado estaba obligado a responder a los requerimientos del primer sistema económico y político que se extendía por todo el mundo conocido. Para tomar decisiones en Madrid se requería recabar opiniones en Europa, América y Asia. Braudel reflexiona: “Esta es una de las razones por las que el pulso de España late a un ritmo más lento que el de otros países”[6].
[1] Boxer, Ibidem, pp. 91-98
[2] Picul es una medida de peso, que varía de 60 a 63.3 kilogramos en la mayor parte del sudeste de Asia, pero que el siglo XIX fue calculada en 69 kilogramos.
[3] Mandarín es una palabra de origen portugués para designar a la refinada burocracia china, o jefes mandatarios. Como tal no existe en el idioma chino.
[4] Los chinos estaban fascinados con la capacidad de memoria de Matteo Ricci, quien podía retener en una sola lectura hasta 400 nuevos caracteres diferentes, todos sin una conexión logica entre ellos, y repetirlos hacia adelante y hacia atrás. Para halagar a sus admiradores chinos escribió un breve texto sobre nemotecnia denominado His-Kuo Chi-fa (Técnicas Occidentales de la Memoria). Volveremos sobre este asunto.
[5] Villarroel, Ibidem
[6] Ferdinand Braudel. El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en el época de Felipe II, segunda parte. Destinos colectivos y movimientos de conjunto. Capítulo I. Las economías: la medida del siglo pp. 473-497. F.C.E. México
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