La década de los ochenta en el siglo XVI marcó la confluencia de múltiples circunstancias especiales que le darían un tono particular al Imperio Español. El emperador Felipe II se convertía en esos años en rey de Portugal y coronaba, de verdad, la idea de tener un territorio que abarcaba al planeta conocido.
Las posesiones españolas en América se afianzaban después de cruentas campañas de "pacificación" de las poblaciones indígenas y de hecho se entraba en una nueva rutina cortesana que configuraba los virreinatos de la Nueva España y el Perú. En una misma dinámica, estos territorios americanos seguían en febril expansión y al mismo tiempo en la construcción de defensas contra los ataques de poderes enemigos de España, atraídos por las enorme riquezas americanas. Años antes, los descubrimientos magníficos de plata realizados en Guanajuato y Zacatecas, en México (1546), y El Potosí, Bolivia (1573), daban frutos y una riqueza que los primeros conquistadores apenas habían soñado, pero nunca vieron en su vida. El inicio del comercio con el Pacífico en 1573 coincide con este auge minero y daba el último impulso a esta expansión imperial ibérica.
En el fondo de todo, sin embargo, las estructuras administrativas del imperio nacían carcomidas por la corrupción de los administradores en ultramar y el abuso contra la población indígena. El dominio más grande de la historia desde la antigua Roma sería aquejado por el tráfico improductivo de las riquezas americanas y asiáticas hacia los propios competidores de España, Inglaterra y Holanda. Si la riqueza americana era tan notable, el problema de la administración era formidable. La preocupación principal de la metrópoli era controlar las ambiciones personales de los españoles radicados en América y el ocultamiento que hacían acerca de los recursos en esas tierras.
La reacción de la metrópoli fue conservadora, con el ánimo de prohibir el comercio entre la Nueva España y Perú, y de éste último con Filipinas. El 11 de junio de 1582 Felipe II envió una carta al cuarto virrey de Perú, Martín Enriquez de Almanza, en la que prohibía enfáticamente el comercio con el Oriente. La visión imperial procuraba un control que fue desbordado por la realidad de las ambiciones e intereses de los comerciantes y funcionarios en América.
En opinión de Woodrow Borah, la expedición de esa carta demuestra que en la Corona española no hubo nunca la intención de permitir "más que un comercio limitado, todo productos chinos para su consumo en México. Durante varios años, quizás estos mismos oficiales también ignoraron el monto de las reexportaciones que desde la Nueva España se hacían rumbo al Perú por vía marítima, pero cualquier cosa que supieran y cualesquiera que hayan sido sus intenciones, el hecho es que durante el decenio de 1580 a 1590 la prohibición relativa a la reexpedición y venta de esos artículos en el Perú fue letra muerta. Se embarcaban las mercancías registradas y se recaudaban impuestos sobre ellas como si no hubiesen existido restriccciones a ese tráfico. El gobierno de la Nueva España por lo menos tenía la disculpa de que durante varios años la real voluntad no le fue notificada oficialmente, pero en cambio en el Perú, desde el virrey y las Audiencias para abajo, todos los funcionarios se confabularon abiertamente para no hacer caso de las órdenes de Felipe II. Esta situación da un tono extraño a los informes virreinales dirigidos a la Corona".
Agrega Borah:
En la Nueva España el Virrey Alvaro Manrique de Zúñiga, Marqués de Villamanrique gobernó 1575-1604, actuaba como si el comercio en cuestión hubiese sido lícito, impuso el pago de derechos más altos a los artículos chinos que se exportaban al Perú. Al año siguiente concedió licencia a dos residentes de la ciudad de México, el capitán Juan de Chapoya y Baltasar Rodríguez, para que llevaran al Perú un cargamento de mercancías chinas en el barco que por entonces estaban construyendo en Tehuantepec. No podía haber negado la licencia porque fue solicitada con base en una real cédula que dichas personas habían obtenido en Barcelona el primero de junio de 1585. Informando al rey sobre dicha licencia, Villamanrique declaraba que entendía que la prohibición se refería únicamente a la navegación directa entre las Filipinas y el Perú, y que la mercancía traída a la Nueva España podía ser reexpedida en otros barcos. También informaba en la misma carta que la reexpedición rumbo al Perú de las mercancía que llegaban de las FIlipinas se había convertido en una parte importante del comercio mexicano.
La respuesta real seguramente sorprendió al virrey. Mediante una cédula expedida el 11 de noviembre de 1587, se le censuraba abiertamente por permitir al buque de Chapoya y Rodríguez que llevara mercancías chinas al Perú. La real voluntad no deseaba la existencia de tal comercio, decía la cédula, por los muchos inconvenientes que de él podían resultar, y por ello el comercio nunca había sido permitido hasta que el gobernador de las Filipinas envió dos barcos al Perú y hasta que Villamanrique concedió licencia a Chapoya y a Rodríguez. La secretaría imperial estimó conveniente no mencionar la expedición de la primera licencia concedida a esas dos personas, ya fuera deliberadamente o por ignorancia, pero el hecho demuestra también que que se sabía poco de la importancia del comercio triangular de artículos chinos con el Perú."
_________________Woodrow Borah, p 228.
Luis Miguel Glave, La puerta del Perú, Paita y el extremo norte peruano, 1600-1615
http://www.ifeanet.org/publicaciones/boletines/22(2)/497.pdf
Schurz, pp 366-368
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