Por Rafael Bernal
El honor es patrimonio del alma.
Calderón de la Barca
El Ateo de Zalamea
Por el año de gracia de 1687 llegó a la Villa Rica de la Vera Cruz un hombre de mar, piloto del Rey, llamado Gerónimo de Gálvez, acompañado de su mujer, la preciosa Solina. Pronto se supo por todo el puerto la historia de la joven y enamorada pareja.
En las tabernas de los muelles se rumoró que Gálvez había llegado a la Veracruz, después de haber sido piloto durante muchos años en el Mediterráneo; huyendo del Tribunal de la Santa Inquisición al que se había hecho sospechoso, lo mismo que su mujer. Los dos eran naturales del puerto de Cartagena y llevaban en las venas gran cantidad de sangre morisca y, según la Inquisición, no habían olvidado por completo las prácticas de su raza en materia religiosa. El padre de la bella Solina murió en el tormento cuando pretendían interrogarlo en Sevilla sobre su ortodoxia, y la madre, que también estaba presa, murió de pesar. Así las cosas, Gálvez, que tampoco era bien visto por la Inquisición, resolvió trasladarse con su mujer a América, refugio de todo perseguido en aquellos tiempos, y se estableció en Veracruz.
Desgraciadamente todos los barcos que partían de Veracruz y eran lo bastante importantes para ameritar un piloto de la categoría de Gálvez, iban para España, lugar prohibido para él. En cambio, en el Océano Pacífico escaseaban los pilotos que guiaran la llamada Nao de China o Galeón de Manila en su peligroso viaje. La línea de galeones del Pacífico necesitaba por lo menos de doce pilotos experimentados para su servicio, siendo diez y seis los que debía haber por decreto real, pero era casi imposible conseguirlos por lo largo y peligroso de la travesía y porque todos se enriquecían en uno o dos viajes y dejaban entonces el oficio para pasarse a España a gozar de sus pesos de oro sin los sobresaltos del mar.
El sueldo de los pilotos era sólo de setecientos pesos de oro al año, pero tenían permitido el llevar algo de mercancía en la nave y con eso y el contrabando, al que eran muy afectos, en dos viajes redondos quedaban ricos. Muy importante era el cargo de Piloto en los galeones de Manila, pues generalmente el capitán de la nao era algún señor principal que hacía el viaje y no entendía una palabra de cosas de mar, por lo cual el piloto resultaba ser el verdadero capitán en todo lo referente al manejo de la nao y así se explica que se les permitieran muchas irregularidades, especialmente el contrabando.
Gálvez y Solina, buscando una vida más fácil, se trasladaron a Acapulco, y el año de 1689 quedó Gerónimo inscrito como Piloto en el galeón Santa Rosa de Lima, de larga y gloriosa historia en los anales de la línea.
Tres años vivieron felices el piloto y su mujer, aunque las separaciones eran largas pues sólo lograban estar juntos dos meses cada año, mientras se descargaba y cargaba el galeón en Acapulco. Cuando éste zarpaba Solina quedaba sola en su casa, sin salir para nada, si no era a pasear en las tardes por la playa, bajo el fuerte de San Diego.
En 1692 llegó a Acapulco, camino a Manila, un joven hidalgo, don Sebastián de la Plana, cortesano, calavera y arruinado, que buscaba en un breve exilio en Filipinas el rehacer su fortuna despilfarrada en Madrid. Ese año el galeón tardó en salir un mes más de lo acostumbrado y el cortesano don Sebastián se aburría mortalmente en Acapulco. Un día vio a Solina pasear por la playa, la vio más de lo debido y el diablo hizo que se le metiera dentro del alma la imagen de la bella morisca. Inmediatamente, haciendo alarde de galantería madrileña y cortesana, empezó a rondarla y a requerirla de amores, que fueron enérgicamente rechazados. Más de quince días anduvo de la Plana tratando de vencer la obstinación de la hermosa Solina, sin conseguir más que desaires y malas razones y se admiraba de que la mujer de un piloto cualquiera pudiera resistir tanto a un hombre acostumbrado a vencer mujeres de la corte con sólo una mirada. Por fin, no pudiendo vencerla por las buenas razones que le decía ni por los muchos regalos que ella siempre rechazó, pagó a dos espadachines de mala muerte para que la raptaran y la llevaran por fuerza a su posada.
Los espadachines esperaron a Solina en la tarde en la playa y se la llevaron. A la mañana siguiente regresó a su casa, el vestido destrozado, el cabello alborotado y el corazón deshecho, pues ella amaba desde el fondo del alma a Gerónimo de Gálvez. Pasó la mañana escribiéndole una carta, sin contar a nadie su terrible aventura luego se encerró en su alcoba y a los tres días murió, nadie supo si de tristeza o envenenada por su propia mano. Esa misma tarde zarpó el galeón para Filipinas llevándose a don Sebastián de la Plana.
Seis meses más tarde llegó el Santa Rosa de Lima a Acapulco. Desde cubierta Gerónimo de Gálvez buscaba con ansia a su mujer entre la multitud que llenaba la playa vitoreando a la nao. Siempre Solina era la primera en aparecer, corría a la playa apenas los cañones del fuerte de San Diego anunciaban que la nao estaba en la bocana y, desde allí, le hacía señas a su marido con un lienzo blanco. Al no verla, Gálvez se llenó de presentimientos, entregó a toda prisa los informes de rigor y saltó a tierra. Al llegar a su casa la encontró ocupada por otra gente, que le dio la noticia de la muerte de Solina.
Desesperado fue en busca del sepulcro y un buen fraile de San Hipólito se lo mostró dándole la carta que Solina le había dejado. Cuando la hubo leído, y supo por ella la villanía de don Sebastián de la Plana, su cólera fue terrible, vagó por las callejuelas del puerto, invocó la justicia divina y todo el mundo se enteró de su tragedia.
Antes de que saliera el galeón mandó hacer un monumento que puso sobre la sepultura de Solina. Como único epitafio estaba esta frase: “Me vengaré…”
Todo Acapulco supo la historia y no tardó en llegar a Manila entre las barras de plata y órdenes reales que llevaba el galeón compañero del Santa Rosa de Lima que zarpó antes. Así supo don Sebastián de la Plana la cólera de Gálvez y el epitafio de la tumba. No era un cobarde, pero el remordimiento de su mala acción y la cólera del piloto ultrajado lo llenaron de tal pavor, que resolvió cambiarse de nombre y dejarse crecer la barba No contento aún con esto, hizo que un cirujano le llenara de cicatrices la cara con la esperanza de que así Gálvez nunca lo identificara.
A pesar de todas estas precauciones, cuando se anunció en Manila que ya el Santa Rosa de Lima estaba en el canal y entraría dentro de unos días al puerto, de la Plana sintió tal pavor, que huyó.
Apenas desembarcado, Gálvez se dedicó a buscar al asesino de su mujer, pues así lo consideraba. Recorrió toda Manila y las villas cercanas sin encontrar rastro de él. Algunos le dijeron que don Sebastián había regresado a Acapulco, otros que estaban en las islas de la Especiería o Molucas, otros lo imaginaban en Macao, en China, en Japón o en cualquier ciudad europea del Extremo Oriente.
Ante tan contradictorios informes Gálvez decidió seguir navegando en el galeón por ver si encontraba a su enemigo en Acapulco ycomisionar espías para que lo buscaran entre todo el laberinto de islas y mares de la Malasia, hasta las costas chinas y el Japón, donde había un establecimiento holandés.
Seis años duró la búsqueda y en ellos Gálvez gastó todas sus ganancias, pero no desesperaba y en cada viaje recorría las Filipinas, ofreciendo dinero a quien le diera noticias de su enemigo y comisionando cada vez mayor número de espías. Pero todo parecía ser inútil: tan bien supo de la Plana ocultarse a su perseguidor.
Por fin, uno de los espías localizó a de la Plana en Macao, donde había sentado plaza en el ejército portugués. Cuando el espía se convenció de que ese era el hombre a quien buscaba se hizo amigo de él, le prestó dinero y lo ayudó en varias formas hasta granjearse su confianza y hacer que le contara su verdadero nombre y la razón de su fuga. Entonces el espía dijo que Gálvez ya había muerto y que el crimen estaba completamente olvidado, por lo que don Sebastián podía regresar a Manila sin ningún peligro. Le hizo ver cómo allá sería fácil enriquecerse en el comercio de la nao, pues nunca faltaban oportunidades para mandar un poco de mercancía de contrabando y doblar el capital en seis meses. Para animarlo más le hizo ver que había en Filipinas muchas viudas ricas y hermosas que deseaban casarse para volver a España con sus maridos y entregarles toda su fortuna. Tan bien supo hablar el espía y tanto supo decirle al desesperado don Sebastián, que resolvió emprender el regreso a Manila con la flota de juncos chinos que llevaban la seda y otras telas de China a Filipinas para embarcarla allí en el galeón. El espía resolvió acompañarlo para ponerlo en manos de Gálvez y cobrar su recompensa, y para disimular la razón de su viaje, le dijo que él conocía mucha gente rica con la que podían hacer negocios juntos.
(continúa...)
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